sábado, 4 de enero de 2014

S de Silogismo

 
 

El Sr. Spector usaba un cuaderno para guiar su discusión; cada domingo empezábamos leyendo una parábola moderna o cuento de cautela, y luego luchábamos con una serie de preguntas imponderables. Un día, por ejemplo, estábamos discutiendo las tentaciones de robar; otra clase estaba dedicada a todos los daños que el mentir causaba en uno mismo y los efectos que tenía en otras personas. El Sr. Spector era un hombre joven y gentil con una barba negra y ojos negros como rayos Roentgen. Él parecía tomar nuestras eventuales fallas morales por hecho y, tal vez como resultado, favorecía la discusión amena sobre el reproche o la condenación. Yo disfruté nuestras discusiones, manteniéndome siempre perfectamente alejado de los temas que surgían. Yo era, en aquel entonces, un terrible mentiroso, y muchas veces había robado goma de mascar y tarjetas de beisbol del vecindario. Nada de eso tenía algo que ver con el Sr. Spector o los casos que estudiábamos en Ética Judía. Todos los niños de nueve años son sofistas e hipócritas; descubrí que no me era más difícil reprimir mi propia conducta que cualquier otro niño en juzgar medidamente a la raza humana.

La única vez en que sentí que mi alma estaba en peligro fue cuando el Sr. Spector soltó el problema ético del escapismo, particularmente su experiencia en la forma de comics. Ese día, empezamos con una simple historia de un niño que amaba tanto a Superman que se ató una toalla roja al cuello, trepó al techo de su casa y con un grito de “Up, up and away,” saltó a su muerte. El Sr. Spector nos informó que esa historia era real – al menos existió un niño, tan enamorado y tan traicionado al sueño falso de Superman que lo mató.

La lección explícita fue que lo que encontramos entre las cubiertas de un comic es fantasía, y “fantasía” significa mentiras bonitas, el consumo de este falla por lo tanto en prepararnos para lo que yace afuera de estas portadas. La fantasía nos imposibilita encarar la “realidad” y su pavimento duro. La fantasía te traiciona, y entonces, por implicación, tus deseos, tus sueños y añoranzas, todo lo que llevabas en tu cabeza que solo tú y Superman y Elliot S! Magin  podían entender – todo esto te traicionaría, también. También habían otros argumentos que hacer, sobre la culpabilidad de los que producían estos productos, lo vendían a los menores, o les permitían a los niños llevarlos dentro de la casa.
 
Estos argumentos no tenían mayor efecto en mí, un niño que consumía docenas de comics en una semana, todos ellos proveídos felizmente por su (aparentemente villano) padre. Por supuesto, puede que no haya estado preparado para la realidad pero, sin embargo, si alguna vez me había de encontrar en la ciudad embotellada de Kandor, bajo la campana de la Fortaleza de la Soledad, sabría diferenciar al doble Kryptoniano de Superman (Van-Zee) con el de Clark Kent (Vol-Don).
Pero más que esto, lo que sí tuvo un impacto en mi persona con la fuerza de un golpe, fue el reconocimiento, un reconocimiento profundo y moral de lo implícito, la premisa secreta del comportamiento del niño en su techo. Porque ese niño tonto no había sido maldecido por el poder engañoso de los comics, los cuales al fin y al cabo solo son un grupo de hojas, grapas y tinta, y no pueden herir a nadie. Ese niño había muerto por el silogismo irresistible de la capa y el símbolo de Superman.
 
Michael Chabon. The New Yorker. 2008.


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